Hace poco más de 5 años que decidimos mudarnos a la Ciudad de México. Una propuesta laboral interesante y las ganas de probar nuevas experiencias nos trajeron a la tierra de los Aztecas. Así en noviembre de 2009, mi marido, mis hijos de 5 y 2 años, yo y 9 maletas llegamos al aeropuerto Benito Juárez con la ilusión de escribir nuevos capítulos en nuestro libro de vida.
Los primeros meses no fueron fáciles. Extrañaba todo: mi familia, mis amigos, la comida sin chile. El olor a pan tostado en las mañanas (aquí huelen a maíz en el fuego). Las risas conocidas, la certeza del hogar de mis papás. Extrañaba hasta las estaciones del año (mi cuerpo y mi cabeza no se acostumbraban al cambio de hemisferio).
México me resultaba extraño pero a la vez fascinante. Su cultura, sus colores, sus aromas, su gente. La comida me sabía tan ajena que me hizo investigar más en cada plato, con cada nuevo sabor.
Poco a poco lo desconocido se fue haciendo cotidiano. Mis hijos comenzaban a hablar de tú y a pedirme chile para sus comidas. Dejé de llorar cada vez que los oía cantar el himno mexicano en el colegio. Suavicé mi acento e incorporé decenas de palabras nuevas a mi español. Hicimos amigos, recorrimos pueblitos mágicos. Nos empapamos de su cultura hasta hacerla casi propia. Bajé la guardia y empecé a amar los brazos de este país que abiertamente y sin prejuicios nos acogió.
Es imposible no enamorarse de sus calles, de sus mercados, de sus sabores, de su historia y de su gente. Si pasas un tiempo aquí (así, de tú), es seguro que te quedas con México en la piel.