Hay 7 lugares a los que jamás volvería

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No volvería al mar de dudas que golpeaba incesantemente mi orilla por ignorar quién soy y qué quiero. Y aunque no son muchas mis certezas, me gusta navegar en la tranquilidad de no saber dónde culmino.

No volvería al desierto indómito de un corazón sin amar, porque ante todo estamos nosotros habitando allí con el propósito mayor de autoejecutar el verbo.

No volvería a la gélida mirada acusatoria del espejo, que sólo produce desamparo. Prefiero el lugar tibio de tu mirada de ojos ávidos de encuentro.

No volvería al safari atroz de tus pensamientos tormentosos. Sobre todo, por la lucha estéril de una victoria efímera y amorfa.

No volvería al laberinto indescifrable de mis miedos sin sentido que florecen en las noches y se ocultan descaradamente de la luz del día.

No volvería al monumento endeble de un orgullo hueco brillando anacrónicamente por un logro en desuso.

Y tampoco volvería a la jungla reseca de mi desgano aleatorio, mal fundado en la desidia de los que sólo creen en el destino fortuito de una vida obstinada.

Prefiero retirarme al descanso de mis pasos sorprendidos caminando en la incertidumbre colmada de encuentros y desencuentros azarosos.

Pero si pese a mi voluntad expresa, alguna vez naufragara en esas tierras y allí me encontraras, disfrutaría en el aplomo de saber que estarás siempre a mi lado.

Felices los Siete

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Siete son los días de la semana. Siete los pecados capitales. También siete las maravillas del mundo y los colores del arco iris. Siete son los enanitos de Blancanieves y las cartas para hacer una canasta. Siete son los años de mala suerte si rompes un espejo. Y ya son siete los años que llevamos diciéndole a México nuestro hogar.

Un día de noviembre de 2009 aterrizamos en el hemisferio norte sin tener muy claro por cuánto tiempo nos quedaríamos, sin embargo, yo quise convencerme de que serían dos años. Éramos cuatro, cada uno con emociones diferentes. Mi marido, el más aterrado, sintiéndose responsable de esta loca aventura de comenzar un camino incierto. Mi hijo de cinco años, sin comprender demasiado se dejaba llevar por el entusiasmo de un perro prometido, que llegó más tarde que temprano. Mi hija de dos años, todavía sin saber hablar, cargaba una mochila de pequeños objetos que le harían recordar sus raíces (o más bien las nuestras, las de sus papás). Y yo, con la certeza del quiebre en mi mundo y las lágrimas sin control que caían aún con mis ojos cerrados, en total silencio me rendía al destino que estábamos creando.

Lejos de ser un camino llano, fueron siete años en los que escalamos montañas y de a ratos descansamos en mesetas, a veces más áridas de lo que esperábamos. Pero siempre con la convicción de que nadie está donde no tiene que estar. Así que sorteamos la tristeza de las distancias más duras, resignificando los conceptos de tiempo, de muerte, de celebraciones, de despedidas y de cuán lejos es estar lejos. En todo este universo nuevo, comprendimos que para “estar” con el otro no es necesario tocarse, sino sentirse y que la distancia no son los kilómetros que nos separan, si no el tiempo que no nos pensamos.

Siete son las vidas de los gatos, siete las notas musicales y siete los mares de este planeta. Y ya son siete los inviernos en diciembre y las primaveras de abril.

Cuando optamos por resumir nuestra vida a unas cuántas maletas y comenzar de nuevo en otro lugar, decidimos hacer del mundo un lugar más pequeño, más cotidiano, derribando los límites ilusorios del espacio, del idioma y de la cultura. Abrirles el mapa a nuestros hijos, recordándoles siempre el lugar en donde nacieron y regresándolos a él cada vez que podemos. A veces viajando y a veces contándoles historias.

Recorrimos parte de este país tan fascinante, viajamos, extrañamos, lloramos, reímos, nos enchilamos, disfrutamos y crecimos (en todo sentido), y en el momento en el que creímos que el cambio era inminente, que nuestro siguiente paso era desembarcar en nuestras mañanas de dulce de leche, la brújula dio un giro y apuntó al otro lado del Trópico de Cáncer. Así es que, hace cuatro meses vivimos en Monterrey, en el norte de este México lindo. Rodeados de montañas, de gente desconocida y de nuevos hábitos. Despojados otra vez de los brazos conocidos, de los anclajes y del confort de lo cotidiano. Saltamos nuevamente al vacío, con la gran fortuna de tomarnos de las manos, mirarnos a los ojos y saber que, si estamos juntos todo está bien.

Siete años, siete vidas, siete colores, siete notas. Felices los 7.